Es al mirar al cielo, que lo malo se aleja.
La perfección abre las puertas, en un mundo de sinfín de maravillas que no vuelven a repetirse.
Y si, hablo del cielo. No literal sino aquel techo sobre los techos del cual nadie puede esconderse.
No un simbolismo hipotético de un paraíso teológico ni una epifanía sentimental.
Solo el cielo.
Aquel lienzo sin limites para la mirada que le recorre extasiada.
Es la anestesia a las lágrimas.
La compañía inolvidable del gozo.
La realidad que existe más allá de lo verdadero y lo falso.
Es un algo inexplicable aunque la ciencia le explique.
Pues más allá de los fenómenos y las polifacéticas entrañas humanas, ese cielo siempre estará allí.
Es ese limite inalcanzable. Inmutable. Intocable.
Y aún así, todos llegamos a el cuando nos perdemos en sus óleos.
Le tocamos con las plumas de la imaginación al recorrer sus anchas en vuelo.
Aquel siempre cambiante, aunque sea en el mismo lugar, a la misma hora, con la misma historia.
Aun si volviéramos el tiempo, no sería igual.
Pues así como ese cielo cambia, mutan los ojos que le miran.
Es por eso que te agradezco, amado cielo, por siempre estar ahí, para cubrir al mundo con tus toldos mágicos de lienzos inagotables.
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